Autora: Inés de Cuevas
Había en un lugar una iglesia tan pequeñita, pero tan pequeñita,
que para poder entrar los fieles, tenían que sacar a los santos.
Conocí una vez a una señora tan golosa, pero tan golosa,
que cuando pasaba frente a las panaderías, los panes se escondían detrás del mostrador.
Otra vez conocí a un hombre tan alto, pero tan alto,
que se la pasaba viendo estrellas.
En una ciudad había un puente tan angosto, tan angosto, tan angosto,
que para poder cruzarlo, las personas tenían que caminar de perfil.
Un señor vivía en una casa tan pequeña, pequeñita, pequeñísima,
que cuando entraba en ella, la mitad superior del cuerpo quedaba sobre el tejado y los brazos le servían de antena de televisión.
Era un árbol tan alto, pero tan alto,
que cuando se desprendía una hoja verde, al llegar al piso ya estaba seca.
Había en un lugar una iglesia tan pequeñita, pero tan pequeñita,
que para poder entrar los fieles, tenían que sacar a los santos.
Conocí una vez a una señora tan golosa, pero tan golosa,
que cuando pasaba frente a las panaderías, los panes se escondían detrás del mostrador.
Otra vez conocí a un hombre tan alto, pero tan alto,
que se la pasaba viendo estrellas.
En una ciudad había un puente tan angosto, tan angosto, tan angosto,
que para poder cruzarlo, las personas tenían que caminar de perfil.
Un señor vivía en una casa tan pequeña, pequeñita, pequeñísima,
que cuando entraba en ella, la mitad superior del cuerpo quedaba sobre el tejado y los brazos le servían de antena de televisión.
Era un árbol tan alto, pero tan alto,
que cuando se desprendía una hoja verde, al llegar al piso ya estaba seca.
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