lunes, 20 de abril de 2009

NOTA PARA LOS PAPIS, MAMIS, DOCENTES, ABUE@S...




El derecho a leer en voz alta




Autor: Daniel Pennac//Como una novela. Norma. Bogotá, 1996.(Fuente: edicionesdelsur.com) tomado de redescolar.ilce.edu.mx


Le pregunto:—¿Te leían cuentos en voz alta cuando eras pequeña?Ella me contesta:


—Nunca. Mi padre estaba a menudo de viaje y mi madre demasiado ocupada.



Le pregunto: —¿Entonces de dónde te viene ese gusto por la lectura en voz alta?Me contesta:


—De la escuela.Feliz de oír que por fin alguien le reconoce algún mérito a la escuela, exclamó alegre:




—¡Ah, lo ves! Ella me dice: —En absoluto. La escuela nos prohibía la lectura en voz alta: La lectura silenciosa era ya el credo en mi época. Directo del ojo al cerebro. Transcripción instantánea. Rapidez, eficacia. Con una prueba de comprensión cada diez líneas. La religión del análisis y el comentario desde el principio.


La mayoría de los muchachos reventaban de miedo, y ése no era sino el comienzo. Todas mis respuestas eran correctas, si quieres saberlo, pero apenas volvía a casa releía todo en voz alta.


—¿Por qué?


—Para maravillarme. Las palabras pronunciadas se lanzaban a existir fuera de mí, vivían de verdad. Y además porque me parecía que esto era un acto de amor. Que era el amor mismo. Siempre he tenido la impresión de que el amor al libro pasa por el amor a secas.


Acostaba a mis muñecas en la cama, en mi lugar, y les leía. A veces me dormía a sus pies, sobre la alfombra.




La escucho... la escucho, y me parece oír a Dylan Thomas, borracho como la desesperación, leyendo sus poemas con voz de catedral...


La escucho y me parece ver a Dickens el viejo, Dickens huesudo y pálido, ya a punto de morirse, subir a escena... su gran público de iletrados de repente petrificado, silencioso hasta el punto de que se oía abrir el libro... Oliver Twist... la muerte de Nancy ¿es la muerte de Nancy lo que va a leernos!


La escucho y oigo a Kafka reírse hasta las lágrimas leyéndole La metamorfosis a Max Brod, quien no está seguro de entenderla... Y veo a la pequeña Mary Shelley ofrecerle largos trozos de su Frankenstein a Percy y a sus entusiasmados camaradas...


La escucho y aparece Martin du Gard leyéndole a Gide sus Thibault... pero Gide no parece oírlo... están sentados a la orilla de un río... Martin du Gard lee, pero la mirada de Gide está en otra parte... los ojos de Gide se han ido allá abajo, donde dos adolescentes se zambullen... una perfección que el agua viste de luz... Martin du Gard está furioso... pero no, él leyó bien... y Gide oyó todo... y Gide le comenta todo lo bien que piensa de estas páginas... pero de todas maneras habría tal vez que modificar esto y aquello, por aquí y por allá...


Y Dostoievski, que no se contentaba con leer en voz alta, sino que escribía en voz alta... Dostoievski, sin aliento, después de haberle vociferado su requisitoria contra Raskolnikov (o contra Dimitri Karamazov, ya no lo sé)... Dostoievski preguntándoles a Anna Grigorievna, la esposa estenógrafa:“¿Entonces, en tu opinión, cuál es el veredicto? ¿Ah?”Anna: ¡Condenado!Y el mismo Dostoievski, después de haberle dictado el alegato de la defensa: “¿Entonces? ¿Entonces?”
Anna: ¡Absuelto!Sí...Extraña desaparición, la de la lectura en voz alta. ¿Qué hubiera pensado Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿No más al derecho de ponerse las palabras en la boca antes de metérselas en la cabeza? ¿No más oído? ¿No más música? ¿No más saliva? ¿No más gusto, las palabras? ¡Y entonces qué! ¿O es que Flaubert no gritaba su Bovary hasta reventarse los tímpanos? ¿O es que él no está definitivamente mejor ubicado que nadie para saber que el entendimiento del texto pasa por el sonido de las palabras, de dónde brota todo su sentido?

¿Es que él, que se ha peleado tanto contra la música intempestiva de las sílabas, la tiranía de las cadencias, no sabe mejor que nadie que el sentido se pronuncia? ¿Qué? ¿Textos mudos para espíritus puros? ¡A mí Rabelais! ¿A mí Flaubert! ¡Dosto! ¡Kafka! ¡Dickens, a mí! ¡Gigantescos gritadores de sentidos, aquí de inmediato! ¡Vengan a insuflar nuestros libros! ¡Nuestras palabras necesitan cuerpos! ¡Nuestros libros necesitan vida!Es verdad que es confortable, el silencio del texto... no se arriesga allí la muerte de Dickens, a quien sus médicos le pedían callar por fin sus novelas... el texto y él mismo... todas esas palabras amordazadas en la cocina acolchada de nuestra inteligencia... cómo se siente uno que es alguien en ese silencioso tejerse de nuestros comentarios... y además, al juzgar el libro a solas no se corre el riesgo de ser juzgado por él pues cuando se mezcla la voz, el libro dice mucho sobre su lector... el libro lo dice todo. El hombre que lee de viva voz se expone de manera absoluta. Si no sabe lo que lee, es ignorante en sus palabras, es una miseria, y eso se escucha. Si rehúsa habitar su lectura, las palabras permanecen como letras muertas, y eso se siente. Si colma el texto de su presencia, el autor se retracta, es un número de circo, y eso se ve. El hombre que lee de viva voz se expone de manera absoluta a los ojos que lo escuchan. Si lee de verdad, si pone en ello su saber y domina su placer, si su lectura es un acto de simpatía con el auditorio tanto como con el texto y su autor, si logra que se oiga la necesidad de escribir y despierta nuestra oscura necesidad de comprender, entonces los libros se abren de par en par, y la muchedumbre de aquellos que se creían excluidos de la lectura se precipitan tras él.

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